Por Nahuel Dominguez // @shinobinews
PH: Matías Casal
El pasado jueves no importó nada: ni la lluvia, ni el viento, ni el fresco. Sin dudas, fue el día con las peores condiciones climáticas de toda la semana y, sin embargo, el Teatro Gran Rex se llenó. Si mirabas para los costados veías, en algunas butacas, a la gente mojada descalzándose para recuperar un poco la temperatura corporal. Sinceramente, creemos que no era necesario, ya que el show que iba a brindar Mogwai minutos después iba a poner a todos para arriba, sin importar que las zapatillas estén pasadas por agua.
La banda escocesa de Post-Rock formada en 1995 en Glasgow -Escocia- se preparaba para salir a dar su show, mientras el teatro se mantenía en un clima ambientado con un «rainy mood», el sonido de la lluvia saliendo por los parlantes era la previa perfecta para lo que venía. Las luces se apagaron, la banda salió a oscuras y arrancó el show. Mogwai, nuevamente presentándose en Buenos Aires, sólo que en esta ocasión con su disco Every Country’s Sun.
Poco a poco, con ese toque minimalista del Post-Rock, la banda arrancaba motores. Una bella música llena de matices, caracterizada por largos pasajes instrumentales sobre la base de guitarras, siguiendo la tradición del género alrededor de una melodía inicial, intercalada con otros pasajes más fuertes de una forma muy dinámica. No era un show tan visual en cuanto a puesta en escena por parte de los músicos. El espectáculo real podías apreciarlo cerrando los ojos y dejándote llevar por lo que tus oídos experimentaban con la música o, simplemente, apreciando el juego de luces que variaban sus colores y frecuencias de acuerdo a la emoción de cada pieza del set. En forma tímida, iban despertando al monstruo musical que estaban formando nota a nota.
Los escoceses se sentían como en casa. El respeto en la sala era inmaculado. Podía percibirse esa vibra de la buena, al igual que la fluidez en cada integrante del pentágono que conformaba a Mogwai. Cada uno cumplía, en perfecta armonía, su función. Las líneas de cada instrumento danzaban sobre la batería. La banda era ciertamente un equipo de trabajo, sin favoritismos, todos colaboraban de forma conjunta para brindar un sonido aún más superior que el material de estudio. Cuidaban hasta el más mínimo detalle, haciéndose señas entre ellos cuando un volumen no estaba lo suficientemente alto. Iban cocinando el sonido en vivo, segundo a segundo, para asegurarse de la excelencia de la presentación. Cada uno estaba en su mambo, enfocadísimos en ser uno con su arte e interpretarlo como si fuese su último show.
Los aplausos después de cada canción eran cálidos y, a pesar de la distancia con su hogar, el público argentino hacía sentir a gusto a los músicos. Lo que presentaban tranquilamente podía musicalizar una película. Las texturas mutaban desde hacer sentir a la audiencia en la cima del mundo o en el más profundo abismo. Ese toque «pasivo-agresivo» obligaba magnéticamente a cada oyente a seguir el tempo de cada canción moviéndose desde sus ubicaciones en el teatro. Los hacía levitar y cautivaba oídos, generando una burbuja que te hacía olvidar por completo de tus problemas. Cada uno estaba en su mambo. Conseguían aislarte de todo y hacerte perder la noción de espacio-tiempo, paseándote de emoción en emoción. Manipulaban las pulsaciones de la multitud subiendo o disminuyendo la adrenalina de acuerdo a los momentos de tranquilidad o de fricción que se iban dando a lo largo de la noche.
El profesionalismo de los músicos se notaba a leguas. Menos la baterista, todos rotaron de instrumento. Con cada instante del set, demostraban su dedicación. Si tuviste un mal día, te bajaban 10 mil cambios. Mientras, Stuart Braithwaite -cantante, guitarrista y fundador de la banda-, se escapaba cada tanto y le pegaba algún que otro beso a la copa con vino tinto que tenía en un costado. Agradeció a todos por venir y dedicó un brindis, demostrando nuevamente el aguante que tiene con el alcohol -como buen habitante del Reino Unido-.
Luego de un breve corte, volvieron para el encore con Every’s Country Sun y We’re no Here. Stuart colgó su guitarra en el pie del micrófono al final del show y, al igual que los otros dos guitarristas, comenzó a saturar los efectos de su pedalera para que se pudra todo y dar la explosión final que cerró la sesión. Las luces se encendieron y, mientras la gente se retiraba, quedaba sonando la versión de la cantante japonesa Ryoko Moriyama del tema Good Night, originalmente de The Beatles. Linda manera de emprender la retirada al hogar, para enfrentarse nuevamente al vendaval de la tormenta sobre el centro porteño, pero esta vez con otra onda, con esa energía que Mogwai nos dejó bien impregnada en cada célula de nuestro cuerpo.
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